La ciudad que habito
La importancia de empezar a pensar en cómo queremos vivir de cara a diseñar nuevos modelos de ciudad.
10 Jul 2021 · 3 Fotos
«Debemos ir hasta la periferia de lo razonable, hasta los límites de lo corriente para que podamos ver qué hay más allá».- Cuentos de la periferia
No recuerdo la primera vez que oí hablar de Marc Augé, aunque supongo que sería en una de las clases de Composición Arquitectónica de Javier B. Purkiss.
Y fuera él explícitamente o no quien mencionara el nombre del antropólogo francés en algunas de sus lecturas, sí que recuerdo emplearme a fondo en una investigación sobre los no-lugares de Augé como parte del trabajo que debíamos entregar al final de ese cuatrimestre.
Sea como fuere, esos no-lugares me acompañan desde entonces.
Y resulta de lo más tedioso combatirlos, dicho sea de paso, pues aparecen sin remedio entre los resquicios de la arquitectura: bajo las escaleras, en las esquinas y rincones, bajo según qué buhardillas… son los vestíbulos de los hospitales, los pasillos, los espacios residuales que aparecen cuando colocas un núcleo de comunicación donde toca por narices, espacios donde se acumulan por igual la soledad y el polvo inevitablemente.
Para ser más exactos, Augé estableció que los no-lugares eran espacios de tránsito en los que no se establecen relaciones humanas estándar, quiere decir que- en el caso de producirse- las relaciones son efímeras y provisionales. Cuando caminamos por estos espacios entendemos, de forma inconsciente, que nuestra estancia es temporal y por tanto mantenemos las distancias con el lugar, que nunca pasa a ser considerado como algo propio. Qué contradicción más absoluta, pues las ciudades están repletas de estos lugares y esa “deshumanización”– por llamarlo de alguna forma- de los espacios, ¿acaso no resulta preocupante?
Para alimentar la llama de la incertidumbre y el desasosiego, Laura G. Frías observó: “el aumento de los no-lugares en los proyectos arquitectónicos contemporáneos (…) está provocando efectos de desvinculación entre sus habitantes”(1).
Es irónico si se piensa, especialmente en los tiempos en los que nos ha tocado vivir y con los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 como una especie de conciencia colectiva y pesada que nos acompañará irremediablemente a lo largo de esta década y que ofrece numerosas metas pero muy pocas soluciones.
En cualquier caso, no quisiera precipitarme en las conclusiones sin antes ahondar un poco más, si el lector me lo permite, en los límites del no-lugar y su conexión con diversas percepciones personales, que sin duda no son el objeto principal del que trata este artículo pero que resultarán de lo más útil para entender la naturaleza de lo que pretendo explicar a continuación.
A lo largo de los años se nos ha instado a evitar, como arquitectos y a toda costa, la germinación de los espacios residuales.
Durante la carrera, nos enseñábamos los proyectos unos a otros en un intento de perfeccionamiento que tenía como resultado una mal ejecutada disección de los planos. Los reducíamos en muchos casos a su expresión mínima, a la tan repetida planta libre de Le Corbusier, llegando así a diseños que creíamos más o menos puros y dignos y, lo más importante, que no contenían- o en muy poca proporción- espacios residuales. Pero la realidad es que sí que los tenían. Aparecían y brotaban de la nada como la mala hierba, del todo incontrolables. A veces ni siquiera te habías percatado de ellos hasta que alguien tenía a bien alzar un dedo acusador y señalando en el aire una zona concreta de la pantalla de tu portátil, preguntaba: ¿y esto qué es?. Y tú mirabas, te acercabas rápidamente con el ratón sobre el plano y pensabas: maldita sea.
Por supuesto se trataba de un espacio inútil. Algo que no sirve, un recodo, una curva que termina de repente, un recoveco donde no entra un escobón ni una fregona.
Un problema.
Me molestaban esos espacios como a cualquiera, esos pequeños no-lugares, pero también sentía una profunda atracción hacia ellos, por entenderlos. Por mimarlos a fin de cuentas, pues siempre he creído que eran los chicos marginados del patio de recreo.
Tuvieron que pasar muchas cosas y entrar otros actores en escena para alimentar esa curiosidad. Los describiré brevemente.
Hacía finales del segundo o tercer año de carrera llegó a mis manos un ejemplar de “Cuentos de la Periferia”, de Shaun Tan, libro que sin duda recomiendo encarecidamente no dejar de leer. A mí me llamó la atención su portada. Ingeniosa y un tanto perturbadora, diferente, como casi todo lo necesario. Pero fueron sus dibujos, sus historias en la periferia de una ciudad inventada, o de muchas ciudades reales superpuestas, los que hicieron que empezara a imaginar y a ver finalmente esas otras realidades- a menudo tan silenciadas- y a preguntarme:
¿Podrían los márgenes de nuestras ciudades ser el ejemplo a seguir, el espejo en el que mirarnos, por su capacidad de transformación?
María Sánchez dice en su libro “Tierra de Mujeres” que le resulta muy curioso como, a pesar de que en las ciudades el individualismo y la inmediatez campan a sus anchas, surgen, en contraposición, cada vez más colectivos que buscan crear vínculos entre los individuos. Y la autora sentencia: “No queremos ciudades frías, queremos comunidades”(2). El sentimiento de comunidad, sin embargo, se parece a una onda expansiva y no suele relacionarse con la ciudad en su conjunto en un primer momento. Es decir, si hablásemos de la ciudad de Málaga, por ejemplo, estadísticamente es más probable que uno se sienta primero de Calle La Unión, o del barrio de La Luz, después malagueño, andaluz y finalmente español, el ser o no europeo no está reconocido generalmente como seña de identidad directa.
Ortega y Gasset, por su parte, expuso: “yo soy yo y mis circunstancias”, y puesto que la ciudad no debería ser más que una prolongación del ser humano, la ciudad es ella misma y su complejidad. Complejidad que viene dada por el desarrollo de las relaciones humanas. Cómo somos, cómo vivimos o cómo nos relacionamos, condiciona el espacio que habitamos, y a la inversa: la ciudad que habitamos condiciona el modo en que vivimos. Ambas partes deben estar en concordancia y en continuo diálogo.
Sin embargo, dicho diálogo no se produce.
Y a pesar de ello, la ciudad sigue avanzando, y mutando, y dejando pistas de su verdadera naturaleza como un rastro de migas de pan a través de la proliferación de los no-lugares. La ciudad se comunica con nosotros a través de ellos, a través de sus periferias y arrabales no ordenados por la mano del hombre, a través de la comunidad y el lazo de la fraternidad, que no entiende de legislación ni límites. La ciudad también está en el hueco y en el vacío, en lo que no ha sido edificado y en lo que no debería edificarse.
En definitiva, hemos tratado de contener lo incontenible, hemos impuesto límites, con el devenir de los años, cada vez más estrictos a lo que no debíamos y hemos alentado la reproducción de malas prácticas urbanísticas y arquitectónicas en nuestras urbes sin entender su complejidad. Todo ello ha provocado que hoy lo que conocemos como ciudad no sea más que un contenedor insostenible que pide auxilio y que resiste a través de las iniciativas de colectivos y vecinos que han hecho de ella un lugar más habitable sin esperar a las administraciones, tomando lo que es suyo y transformando los espacios de acuerdo a sus necesidades.
Todos ellos hacen comunidad y no hay reglamento que les valga ni urbanista que les tosa. Éste es el tipo de relaciones que hemos dejado desatendidas.
En esos espacios repensados y modificados late aún la ciudad como un organismo vivo, como un ecosistema, más bien, pues así debería ser considerada, con su propia gestión eficaz de agua, materiales, residuos, energía y biodiversidad. Debemos entender esto si queremos avanzar hacia un futuro próspero en el que la complejidad de las ciudades no nos asuste si no que sea nuestro punto de partida a la hora de planificarlas.
Quizá con la crisis del Covid-19 haya llegado el momento por fin, dada la transición en la que nos encontramos hacia la nueva normalidad, de reflexionar sobre cómo hemos estado viviendo hasta ahora y en qué principios de habitabilidad se basan los diseños de nuestras casas, de si estábamos cumpliendo o no con la demanda real y necesaria de espacios públicos, de si son o no necesarios en caso de un segundo des confinamiento mundial, y así hasta un largo etcétera.
Estas cuestiones son la base del debate en el que nos encontramos hoy día y es el quebradero de cabeza principal para arquitectos y urbanistas.
Confío en que parte de la solución esté en considerar como espacio de oportunidad todo lo que ha quedado fuera del trazado monocéntrico de la ciudad y en que empecemos a hacer otras lecturas de lo no urbano o el no lugar, dejando a un lado, de una vez por todas la concepción absurda- parafraseando a George Steiner– de que lo que no se ordena no existe.
(1) No lugar y arquitectura: Reflexiones sobre el concepto del no-lugar para la arquitectura contemporánea. Revista Arquitectura. (2) Sánchez, M. (2019). Tierra de Mujeres. Ed. Seix Barral
Andrea Camacho, arquitecta.
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